Sinuosos arrecifes de color enfermo
y textura insumergible
se alza frente al mar.
Sus torbellinos de caos en el horizonte
manchan poniente y alma.
Pudren el cielo y la mar
hasta desalarla con sus químicos
y ahogarlo con sus humos.
Una bandada de ruidos
surca sus espacios como un buitre.
Con sus garras invisibles
despedaza –sin prisa- la cordura.
Y las humeantes farolas juegan
a ser cirios de un ataúd inmenso.
La grandeza de la ciudad
nos hace morir de insignificancia
solo velados por esa luz eléctrica.
En el laberinto de sus calles
todos somos minotauros.
La nuestra es un hambre monstruosa de libertad.
31 de Julio de 2014
Eduard Ariza
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